En el principio creó Dios los cielos y la tierra.
El otro día me acordé de Dios mientras leía un libro de neurocirugía. No de un dios en concreto, sino del Dios de todas las religiones, sus ídolos y divinidades creadoras del universo; aquellas que diversas culturas adoran por su omnipotencia y piedad. Leía sobre un aneurisma en una arteria cerebral y me acordaba de las supernovas y los agujeros negros, que también estallan llevándose todo por delante. Del Apocalipsis.
Entonces hice una pausa y busqué dentro de mí; todo cobraba sentido de repente y acababa de ser consciente por vez primera de que la respuesta había estado ahí desde el principio aunque yo no supiera verla. Se me presentaba clara y tan evidente que me indigna no haberme percatado antes.
Aquello a lo que los humanos llamamos Dios no es otra cosa que nuestro propio cerebro.
Ese órgano que nos permite la vida y la modela para crear personas diferentes, cada una con su propio mundo; ese órgano que nos presenta un entorno que existe porque lo vemos, lo tocamos, lo olemos, lo sentimos. Sin él no hay luz ni oscuridad, sin él no hay movimiento ni latido. No hay amor ni noción de él, unas veces se apiada de nosotros y otras nos castiga arrasando cruelmente con toda forma de vida.
El cerebro es un universo que crea otros universos, las neuronas se conectan en órbitas infinitas que danzan con impulsos eléctricos y permiten el orden absoluto. Nacimiento y muerte, Alfa y Omega, principio y fin.
Creazione di Adamo, Capella Sistina. Michelangelo Buonarroti, 1481. |
Parece que, después de todo, no son sólo cosas mías...
Genial reflexión, muchas gracias por compartirla. Nunca lo había pensado así, tal vez tengas razón... Te sigo, me parece muy interesante tu blog.
ResponderEliminarUn abrazo!
Gracias, me alegro mucho de que te guste. ¡Un abrazo de vuelta!
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